61 Zinemaldia | Quinta Crónica

Phillipe Delarue, productor de Minuscule La Vallée des Fourmis Perdues

Me permito abrir un paréntesis en el impoluto diario de nuestro corresponsal oficial en el 61 Zinemaldia, Miguel (al que aún le faltan una o dos entregas), para dar mi punto de vista acerca de tres de las cinco películas que pude ver en mi corta estancia en el mejor festival de cine del mundo (y no lo digo yo, lo dicen en Telegraph).

Tras dejar las maletas y acondicionarme al palpable ambiente cinéfilo que inunda San Sebastián me dirigí a los pequeños Cines Principe, donde el año pasado disfruté de la última película de mi primera experiencia en el Zinemaldia (la fabulosa y mágica Bestias del Sur Salvaje), con el fin de ver una película de animación que prometía ser peculiar y visualmente impresionante: Minuscule: La Vallée des Fourmis Perdues, ópera prima de los directores franceses Thomas Szabo y Hélène Giraud, creadores de la popular serie de televisión infantil homónima, que se proyectaba dentro de la zona abierta Zabaltegi, como estreno mundial.

El productor del film Phillippe Delarue, comentó antes del inicio del film el complicado proceso de gestación de un largometraje que sitúa personajes animados en 3D en espacios reales y que ha durado más de tres años, habiendo terminado un par de días antes a su premiere en tierras donostiarras. Una vez terminada la breve presentación, la película comenzó mostrando un gran uso de las tres-dimensiones y y haciendo que estas funcionen, no como complemento, sino como vehículo de inmersión en el pequeño mundo en el cual nos sitúa la cinta.



Minuscule es una película de aventuras sin diálogos (los insectos protagonistas solo emiten sonidos que somos incapaces de entender como tal, aunque sí por su contexto) con un gran sentido del ritmo y un buen aprovechamiento del carácter tierno, curioso, divertido y ciertamente inocente, implícito en la cinta. Gracias a ésto, el film nos deja algunas escenas para el recuerdo: a destacar, una persecución fluvial muy, muy, disfrutable. Pese a una cierta sobre-explotación del humor más propio del cine infantil, un humor blanco y blandito, sin otra mayor que provocar carcajadas tan instantáneas como olvidables, y de clichés típicos del mismo, Minuscule se vale de una serie de guiños cinéfilos y autorreferenciales que nos remiten a películas como Psicosis, al cine clásico de temática medieval y, sobre todo, al subgénero, muy extendido en la animación, de los microcosmos que nos llevan a pensar inmediatamente en films como el Arriety de Ghibli, los coetáneos Hormigaz y Bichos o los Minimoys de Besson, suponiendo, a su vez, una vuelta de tuerca al mismo, al eliminar el elemento mágico que otorgaban los bichos parlantes o personajes mestizos (insecto-humano) pero conservando sus dotes de "monada" y su gran carga de ternura.

En Minuscule no hay reinos mágicos ni aventuras épicas a "gran" escala. Desde su condición de pequeña película, con una poderosa banda sonora y una factura técnica impecable, logra realizar un relato entretenido y eficaz en sus propósitos. Una película hecha para disfrutar en familia que sin duda hará las delicias de los más pequeños. Una pequeña y mera curiosidad con suficientes destellos de joya como para que merezca la pena su visionado.

Tras descubrir Minuscule, y con pena por no poder quedarme al coloquio posterior a la proyección, tocó echar una carrera de la Plaza San Telmo al Teatro Victoria Eugenia con el fin de asistir al estreno nacional de The Zero Theorem, nuevo y polémico trabajo de Terry Gilliam, una de las Perlas que más expectación habían generado (y lo demuestra la larguísima cola de personas que se había formado veinte minutos antes del inicio de la proyección) entre el público y la prensa que acudió al certamen.

Terry Gilliam presentando su The Zero Theorem


Tras una breve presentación a cargo del director del film Terry Gilliam, en la que cautivó al público del abarrotado teatro con su carisma y simpatía y explicó que su última película era "como un disco de vinilo, puesto que en ella todo se escucha, todo se ve tal y como se ha rodado", comenzó la primera proyección en el Zinemaldia del film protagonizado por el dos veces ganador del Óscar: Cristoph Waltz.

Al contrario de lo que parece pensar la mayoría del público que ha visto el film en Venecia o San Sebastián (donde finalmente quedó anteúltima en la votación para el premio del público, solo por delante de la francesa L'Amour Est Un Crime Parfait), quedé absolutamente fascinado por cada plano del film. The Zero Theorem construye una atmósfera que se pasea entre lo barroco y lo bizarro para formar una distopía romantico-existencialista que encuentra en sus constantes excentricidades, en su cargante locura y en varias, y más o menos pronunciadas, irregularidades su encanto y su grandeza.

Siendo visualmente una gozada y un ejercicio de cine libre y apasionado, The Zero Theorem posee además algunas reflexiones brillantes sobre el futuro y sobre el propio presente, y una crítica ácida, social y perfectamente elaborada sobre el abuso de las nuevas tecnologías y la creación de nuevos medios de comunicación (y a colación de esto viene la frase de Gilliam que citábamos anteriormente) que construyen un mundo opaco, sin brillo ni curiosidad o interés por el medio, ni por nada. En The Zero Theorem el protagonista, contenido mas brillantísimo Waltz, se refiere a sí mismo en primera persona del plural acentuando su depresión y pesimismo hacia un mundo rutinario, mecánico y mecanizado, y agravando su propia crisis, su propio duelo al ver que su búsqueda de respuestas al qué, mejor dicho, al por qué de la vida sigue inconclusa se mire, por donde se mire: ya sea según una serie de operaciones matemáticas (teorema del título), según una misteriosa llamada o según el mismo, e irreal, amor. Esta referencia al "nosotros" por el "yo" no es una mera trivialidad sino que también hace una muy coherente referencia a la individualidad y al colectivo, a la importancia de significar algo dentro de un colectivo y al mismo tiempo a la importancia de significar algo fuera del mismo.



The Zero Theorem resulta una electrizante y emocionante, alucinógena también, aventura sci-fi independiente que no da respuestas a las preguntas que plantea pero sí que logra crear un fresco de personajes llenos de inseguridades, exageraciones de ellos mismos, caricaturas, que nos guían a través de un viaje desconcertante pero magnético. Un intenso y maravillosamente freak 'in crescendo', que nos deja memorables momentos y una de las historias de amor más enigmáticas, bellas y diferentes del cine reciente.

Al día siguiente, tocó despertarse temprano para acudir al pase de Pelo Malo, pequeña película venezolana en la Sección Oficial. Pues bien, esta pequeña película venezola acabaría siendo la flamante Concha de Oro de esta edición. Sin saber, ni siquiera suponer, este hecho acudí al gigante Kursaal 1 para ver qué nos dejaba la tercera película de la realizadora Mariana Rondón, de la que poco, aparte de notables críticas tras su paso por Toronto, se sabía. Pero si me permitís, os hablaré de este drama con empaque, largo y tendido, en unos días. En cualquier caso, aquí hablo un poco de ella tras su victoria en el Zinemaldia.

Tras ésta proyección, en la que pude conocer a los geniales Carlos Fernández, Imma Pilar, Adrián Nogueira, Ana Martín Hermida y Dani M.Mantilla, llegaba la hora de disfrutar de lo aclamado y último (último) del maestro de la animación Hayao Miyazaki: The Wind Rises.


The Wind Rises es un melodrama de corte clásico en el que el universo fantástico que Miyazaki desplegó en su, para mí, gran obra maestra: El Viaje de Chihiro o en otras películas notables como El Castillo Ambulante, queda relegado a un lugar secundario, casi inapreciable más allá de unas poderosas escenas de carácter onírico que ayudan a aligerar un relato, con una bellísima lírica, pero con apreciables taras narrativas.

The Wind Rises supone el cierre de un ciclo. El ciclo filmográfico del propio director japonés que, en su última película como realizador de su amplia carrera, vuelve a su génesis, acercándose en varios aspectos a la realista y profundamente trágica magia que desplegaba en la simbólica Mi Vecino Totoro. En este largometraje presentado sin éxito en la Sección Oficial de Venecia, se narra un relato denso que a la vez pide un mayor desarrollo narrativo que se ve coartado por una falta de metraje, haciendo que, el espectador, en ocasiones, pueda notar una cierta carencia de continuidad, saltos rítmicos, lo que se dice: avanzar a trompicones. Un relato cuyo fallo más destacado, formal y líricamente es bellísimo y no se le puede achacar pega ninguna, es, simple y llanamente, ese: su, por momentos, tendencia al abandono de las reglas del tempo, por las cuales se inclina peligrosamente hacia el tedio y a la carencia de emoción. Por suerte sus virtudes son mucho mayores, y, sin dejar de lado esta importante carencia, el film se erige en el recuerdo como una contundente, libre y maestra despedida.

La paleta de colores que despliega Miyazaki en el film, aumenta el aura de luz, del largometraje, ante la cruda tragedia que plantea. La metáfora presente, cambiante y tendente a la redundancia ("Le vent se lève, Il faut tenter de vivre", frase referencial durante todo el metraje), durante todo el transcurso de la cinta, la invitación a luchar por nuestras ideas, por nuestros sueños y una breve pero intensa historia de amor junto a preciosos planos y escenas construidas de manera brillante elevan a la categoría de obra de arte, más o menos redonda, a éste The Wind Rises que aún no tiene fecha de estreno en España.



Apoyándose en un funcional y profundo retrato biográfico, The Wind Rises crea con claridad un fresco que nos presenta al Japón que sucumbe y se levanta ante los desastres naturales, y ante las debilidades, y equivocaciones, humanas. Un retrato sobre la ambición, los tropiezos y el poder de la voluntad que en su tamiz onírico por el que pasa las crudas y reales imágenes del mundo que nos rodeó (o nos rodea) encuentra su verdadero poder. En su lírica elegante, bella y tranquila, apoyada en una emocionante banda sonora, y en su igualmente calmada narración, encontramos los despuntes de genialidad, poderío y magia. Porque aunque Miyazaki componga una película más realista de lo que acostumbra, en ella podemos seguir apreciando la creación de un maestro. En ella existe esa magia de la que, podemos afirmar, se alimenta el buen cine.

Tras éste pase, junto a los majísimos Fer de Luis-Orueta, Pablo López y Pedro Moral, cerré mi mini-festival con la gigante Enemy, que ya comenté aquí.


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