De descendientes y antecesores.


Recuerdo ver Los descendientes una fría y gris noche de enero, allá por el 2012, hará unos dos años. La desazón propia del invierno se había instalado en mi estado de ánimo, y con de poco a nada que hacer, me metí en la última sesión de la recientemente estrenada película de Alexander Payne. Es mi manera de disipar la melancolía y regular la circulación, que diría el protagonista de Moby Dick.

En efecto, la historia de esa familia intentando encontrar algo de paz en medio de esa deriva sentimental funcionó como un perfecto bálsamo para mi agitado espíritu. Hay algo en las películas de Alexander Payne que consigue placar todos los males del alma. Nebraska, su último trabajo, no es una excepción.

Al igual que en Los descendientes, en Nebraska Payne explora de nuevo el concepto de la familia, su verdadero significado y sus límites. Pero mientras que en la película que contaba con George Clooney como cabeza del elenco el enfoque iba de arriba abajo, de ese padre que mira hacia sus hijas, aquí se dirige en el sentido inverso, con un Will Forte que se pregunta por su padre, Bruce Dern.



De los descendientes a los antecesores, el sentido último es el legado que se transmite y los vínculos afectivos que quedan en el camino, pues no hay que dejar pasar que Nebraska tiene mucho de road movie.

Como gran parte de su obra (Entre copas, Los descendientes…), su última película se estructura en torno a un viaje. Si bien en toda road movie el destino se acaba revelando irrelevante y es el viaje en sí lo que resulta revelador, en Nebraska sabemos desde el comienzo que el trayecto es fútil: un delirante anciano (Bruce Dern) se empecina con plantarse en el estado que da nombre al film con el objeto de cobrar un presunto premio millonario, cuya naturaleza de estafa él es el único incapaz de ver cegado por su senilidad. Finalmente, su tozudez y su constante insistencia harán que su hijo (Will Forte) acceda a llevarlo en coche con el fin de distraer la mente de su agonizante padre por unos días. Toda la película es la búsqueda de un dinero inexistente que funciona meramente como catalizador de la trama: el dinero lo mueve todo pero no vale nada.

Este viaje padre e hijo, amén de tarea sisífica, es una periplo quijotesco. La travesía está bañada por una constante dialéctica entre la locura del padre y la sensatez del hijo, que poco a poco van conciliándose, comenzando a entenderse un poco mejor el uno al otro en un aprendizaje mutuo.



En esa mirada del hijo que, lejos de juzgar, busca comprender a su padre, se hallan los mejores momentos de la película, y también de la filmografía de su autor.

El director de A propósito de Schmidt sabe que nada es blanco o negro, todo es complejo y de una enorme variedad de tonos grises como los que captura la magnífica fotografía de la cinta, que junto a su sutil pero exquisita banda sonora y sus deslumbrantes actuaciones (en especial Bruce Dern y Will Forte) contribuye a crear un tono perfecto, casi imperceptible, para que la historia campe a sus anchas y desarrolle toda su hondura emocional.

Alexander Payne no se lanza a por grandes verdades o conclusiones, sino que, enraizado en una aparentemente insulsa cotidianeidad y del mismo modo que sus personajes, sólo trata de conseguir algo de remanso y paz interior; es por eso que sus películas nos inducen en un estado de profundo sosiego.

Madrid



0 comentarios:

Publicar un comentario