Necesidad de reír.

Tras triunfar en los César por encima de La vida de Adéle, llega a salas españolas Guillaume y los chicos ¡a la mesa! una de las comedias francesas más exitosas de los últimos años. Criticamos este curioso y divertido relato sobre la identidad.


El mundo necesita reírse. Necesita olvidarse de sus problemas viendo los de los demás convertidos en comedia. Guillaume y los chicos, ¡a la mesa!, sorprendió el pasado día 31 de Enero, cuando se alzó como la película más nominada (10 candidaturas) a los Premios Cesar. Aunque quizás no es tan extraño si tenemos en cuenta su exitoso periplo por festivales (en España formó parte de la Sección Oficial en Gijón), un consenso de críticas en su mayoría muy favorables, y la buena respuesta del público. Y volvió a sorprender el 28 de Febrero obteniendo 5 de esos 10 premios a los que aspiraba, incluido el de mejor película, coronándose como la gran triunfadora de la noche frente a la que supuestamente era la favorita, La vida de Adèle. Aunque indudablemente la película de Abdellatif Kechiche supone una experiencia cinéfila mucho más intensa, los sentimientos que ambos trabajos provocan son radicalmente opuestos: mientras que aquel que se sienta identificado con La vida de Adèle puede acabar hundido tras su visionado, la positiva Guillaume y los chicos, ¡a la mesa! deja con una sonrisa de satisfacción. Y probablemente eso es lo que se ha querido premiar. El mundo, decíamos, necesita reírse.



Entre los galardones que obtuvo la película, se encuentran el de mejor actor, guion adaptado y ópera prima, que fueron a parar a su entregado creador, director y protagonista Guillaume Gallienne. Miembro de la Comédie-Française y conocido actor de cine, Gallienne adapta su propia obra de teatro homónima y autobiográfica. En ella hace un repaso a sus años de adolescencia, durante la cual sufrió una grave crisis de identidad, potenciada en gran medida por la enorme influencia que tuvo sobre él la personalidad de su madre. En una época de exhibicionismo del “yo” tan brutal como la que vivimos, con el papel fundamental de la redes sociales, se está trasladando al cine está empezando una tendencia por parte de los autores (que se hacen dueños totales de su película) de narrar su vida personal sin tapujos en sus trabajos. Al estilo de lo que veíamos que hacía Leon Siminiani en la española Mapa (2012), Gallienne retrata su traumática juventud desde un punto de vista siempre cómico, como si se tratara de una especie de terapia para convertir en una serie de divertidas anécdotas aquello que sufrió.



La película empieza donde tiene su origen, es decir, en un teatro. Gallienne va a ejercer de narrador escénico durante todo el metraje. Las primeras imágenes dan la impresión de que nos vamos a encontrar con una película de teatro dentro del cine, de que el escenario y representación van a tener una importancia fundamental en la narración, y, quizás, lastrarla en cierta manera. No sucede así. La película enseguida echa mano de recursos cinematográficos y empieza a desarrollarse de manera frenética gracias al elaborado montaje (también ganador del César), que concentra numerosos acontecimientos y de extravagantes situaciones en un corto espacio de tiempo (algo menos de hora y media). Los recuerdos del director se van desarrollando de forma episódica y a veces excesiva, recalcando sus componentes bufonescos.



Gallienne, en una hábil manera de representar la compleja e intensa relación que tiene con su madre, no hace sólo de sí mismo de niño, joven y adulto, sino también de ella, de una manera sencilla y natural, de modo que, más allá de los primeros momentos, casi no resulta chocante. Cuando se auto interpreta, Gallienne sí que se ríe de sí mismo y hay algo de caricatura. Pero cuando interpreta de su madre, lo hace desde un profundo respeto, contención y realismo. Es una mujer, no una imitación. Aunque la mayor fuerza de la historia reside en estos dos personajes, Gallienne sabe además sacar partido de sus divertidos secundarios, que arropan le arropan en sus desventuras, destacando a Françoise Fabien como la abuela, o el cameo de alguna estrella famosa como Diane Kruger.



La película habla del proceso de descubrirse a uno mismo al revés de lo que se haría de forma “normal” (¿quién es normal?), de lo mucho que cuesta encontrar un lugar en un mundo lleno de prejuicios y de lo difícil que es salir los roles establecidos por los demás. Y lo hace de una manera paródica sin llegar al ridículo ni inclinarse nunca hacia el dramatismo. La luminosa visión de la vida que ofrece Gallienne en Guillaume y los chicos, ¡a la mesa! parece no solo el inicio de la prometedora carrera de un nuevo director, sino también tal vez una nueva forma de entender la comedia francesa, menos cínica, más optimista, alegre, inocente. Casi como la concebiría un niño.

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